Me acompañan en esta travesía

viernes, 23 de abril de 2010

Jugar de cascarilla


Jugar de cascarilla, para quien no lo sepa, es jugar pero sin jugar, sin aceptar las reglas del juego, sin que el grupo tome en cuenta tus movimientos. No hay triunfos ni derrotas. De pequeña, he jugado muchas veces de cascarilla al escondite y más al pilla-pilla, al elástico...

Así me siento yo en estos momentos. He perdido el control del juego, y ahora lo hago de cascarilla, donde da igual ganar que perder, lo que importa es seguir jugando.

Comienzas delegando, porque no puedes hacer frente a las rutinas, a tantas y tantas rutinas diarias. Entonces implicas a todas las personas que forman tu espacio, para que el barco no se hunda, para que siga a flote. Y cada vez, vas perdiendo pequeñas parcelas de poder, hasta que te quedas reducida a una isla rodeada por un abismo, a donde tu vista no alcanza a ver el fondo.

Pero, a veces, esto no es suficiente. La vida te da otra vuelta de tuerca y empiezas a perder el control de ti misma, del vaivén de tu estado de ánimo. Yo tengo una amiga que posee la cualidad del "animómetro", como le pasa a mi madre, que con sólo oir mi voz al teléfono, sabe medir mi estado de ánimo, por más dotes de ventrílocua farsante que intente desarrollar en una imponente representación teatral.

Pero antes que el ánimo, está el cuerpo imponiendo sus propias reglas, duras, difíciles, como para no dejarte jugar a ti, quizás sólo de cascarilla. Y llegas a perder el control en lo físico, lo fisiológico. Esa es la guinda que adorna tu pequeña isla y, a veces, no encuentras reducto dónde refugiarte.

Esta mañana, mi vejiga me ha tenido alerta porque sabía que yo iba a salir a la calle y ella, que se emperra en llamar la atención, me ha tenido de acá para allá. Yo he perdido la cuenta de las veces que he recorrido el pasillo y he abierto el grifo del lavabo para acompañarme en un fondo musical necesario. Y todo esto entre pastilla y pastilla, con el desayuno en la mesa, el café frío, desapasionado, las tostadas tiesas, repelentes y el kiwi reseco y sin vitaminas. Me ha hecho, además, que me cambie de ropa, porque a ella, a mi vejiga, no le gustaba la que llevaba puesta. Y yo, cada vez más nerviosa con el tic-tac implacable del día. Ella, mi vejiga, no quería que saliera a ninguna parte y quería, además, que llorase y me desesperase, pero no lo ha conseguido. Esta vez he ganado yo la batalla.

2 comentarios:

Alís dijo...

Bien!! Me encantan tus textos cuando terminas con algo similar a "he ganado la batalla". Porque cada batalla que se gana da más fuerzas para ganar la guerra o, al menos, plantarle cara al enemigo y ser respetado por él.
Quiero darte un abrazo enorme por tu espíritu luchador.
Y un besazo

Perséfone dijo...

Gracias, Alís. A mí también me gustan los finales esperanzadores. Yo también te mando un abrazo fuerte y mil besos.

Te regalo un sueño, tú decides cuál